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miércoles, 20 de noviembre de 2019

La hermandad de las bestias (4)



José Arismendy Trujillo Molina, alias Petán.
Por Pedro Conde Sturla 
Petán era un personaje surrealista. Una pesadilla viviente. Como quien dice un cruce entre maco y cacata. Verlo llegar a un sitio con su séquito de matones y su habitual prepotencia era como ver al diablo o como si el diablo lo viera a uno. Nadie se sentía tranquilo en su presencia, como tampoco en presencia de su hermano Chapita.
Chapita inspiraba un terror frío, incluso entre sus más cercanos colaboradores. Terror de etiqueta y protocolo. Chapita pretendía ser un aristócrata, un árbitro de la elegancia, un tipo refinado (hasta que le salía el cobre y se ponía en evidencia). Petán era un afrentoso. Petán inspiraba miedo y desprecio a la vez. Era un tipo prepotente, descuidado en el vestir. Disfrutaba humillando a las personas, un poco igual que el hermano, pero Petán era un tipejo de maneras burdas, alguien que vivía insultando, repartiendo bofetadas por cualquier nimiedad o con cualquier pretexto. Un buscapleitos.
En lo que ninguno difería ni difería ninguno de los hermanos era en lo que respecta a la vocación familiar, la inclinación o interés por una peculiar forma de vida. En menor y mayor medida, todos compartían la condición de depredadores. Y sobre todo la condición de depredadores sexuales.
Petán no sobresalió ni podía sobresalir más que por su bajeza moral e intelectual, y, sin embargo, fue el único de los Tujillo Molina que logró construir un reino en miniatura a imagen y semejanza del que había creado su hermano, el generalísimo y padre de la patria nueva. Quizás de alguna manera superó incluso el modelo original en relación a cierto tipo de control con el que mantenía sojuzgada a la población. Ambos, la bestia y la bestezuela, tenían un equipo de alcahuetes que le procuraban mujeres (una especie de tributo para los minotauros criollos), pero Petán llegó a ejercer un control inaudito sobre el destino de las doncellas y los familiares de las doncellas que poblaban sus tierras.
Nada era más humillante y denigrante en Bonao que el trato que Petán dispensaba a las mujeres, sobre todo si eran mujeres de buen ver. De hecho las familias que tenían hijas bonitas vivían en un estado de permanente zozobra, sin poder esconderse ni escapar. Petán no solamente se daba el lujo de apropiarse, tomar posesión o hacerse dueño de cualquier moza o jovenzuela, mancillar o malograr la honra de las muchachas en flor que se le antojaran, sino que se arrogaba derechos de patria potestad sobre hijas que no eran suyas. Para muchas jóvenes -dice Crassweller- era prácticamente imposible casarse sin el permiso de Petán.
Para casarse en Bonao, una joven agraciada debía contar ocasionalmente con el visto bueno de Petán o disponerse a ser pasada por las armas, a pasar por el lecho del general. Petán ejercía muchas veces o cobraba de hecho una especie de derecho de Pernada, derecho a la primera noche, el derecho a la virginidad de todas las féminas que reclamaran su atención. Las convertía a veces, siguiendo el ejemplo del hermano, en concubinas antes de permitirles casarse u ofrecerlas en matrimonio a sus fieles una vez que había saciado su lujuria.
La biografía del feroz José Arismendy Petán -como se ha dicho y repetido tantas veces- se resume en una serie de asesinatos, violaciones y sobre todo estupros. Igual que a su hermano Chapita, a Petán no le importaba ni respetaba la condición social de sus víctimas, pero ejercía mayor autoridad y causaba más estragos entre las más humildes.
La vida de orgiástico desenfreno y excesos, vicios y abusos de poder a la que se entregó Petán durante casi toda la era gloriosa, es algo fuera de serie, digno de antología. Una orgía perpetua. La orgía del poder. Una permanente embriaguez de poder. Esos vicios y excesos lo llevaron, según se dice, a la impotencia más o menos prematura. Se convirtió más o menos en eunuco. Pero era tan sádico y perverso que nunca dejó de fastidiar a las mozuelas. Lo que no podía hacer de otra manera lo hacía con los dedos o cualquier instrumento. Disfrutaba humillando, maltratando, causando sádicamente dolor y vergüenza, haciendo daño, malogrando, desflorando manualmente doncellas que eran a veces casi niñas.
En compañía de sus socios, Petán se inmiscuía en todos los asuntos, era el centro de atención, atraía todo el interés de la comunidad, era el ídolo indiscutible, la prima donna, el hijo adoptivo de Bonao. Para engrasar su ego fundó una emisora radial: la voz del Yuna, su mayor titulo de gloria. Pero Chapita se sintió celoso y lo obligó a trasladarla a la capital.
El mando lo ejercía despóticamente, en una atmósfera enrarecida, viciada por el halago, el servilismo denigrante de los más viles, abyectos, sumisos y rastreros cortesanos.
Sus informantes le mantenían al tanto de todo lo que sucedía, le informaban hasta de la más insignificante actividad social, le hablaban de la gente que venía y salía del pueblo, del lugar donde se reunían de vez en cuando a comer los médicos del hospital regional, de la persona que los invitaba. También era capaz de provocar una trifulca en terreno ajeno, de intervenir en un altercado entre dos jugadores de pelota durante un partido que tuvo lugar en la capital, bajar al terreno con su séquito de matones, propinar una cobarde bofetada a un jugador extranjero y crear una crisis en la que tuvo que intervenir la bestia para calmar los ánimos.
Los negocios turbios engrosaban sus arcas, se apropiaba de cualquier empresa que considerara rentable, de cualquier inmueble que le gustara. Chapita le concedió el monopolio de frutos menores, la exportación y comercio de huevos, granos, guineos y aves. Sus guardias obligaban a los campesinos a vender sus productos a precios medalaganarios. Dice Almoina, y decía toda la gente, que la cosa se llevó al extremo de que el campesino que salía a la carretera y no entregaba sus productos a los esbirros de Petán aparecía muerto.
También se dice, y no hay razones para dudarlo, que a los peones de sus fincas, a los cuales pagaba una miseria, los enganchaba a la guardia sin que ellos lo supieran y se embolsillaba discretamente el salario, que triplicaba lo que recibían.
Más temprano que tarde, el robo de tierra lo convirtió en uno de los principales hacendados del país y llegó a tener dos grandes fincas, Rancho Caracol y Hacienda Madrigal, que se convirtieron en modelo de organización y en motivo de humillación para los médicos.
Petán no entendía según parece la diferencia entre un profesional de la medicina y un veterinario. En varias ocasiones, y por absurdo y arbitrario que parezca, acudió a los servicios de los médicos del hospital regional, incluso del director en algunos casos, para que asistieran a las vacas y yeguas durante los partos difíciles. No sólo los degradaba, los denigraba, los insultaba: también los hacía trabajar bajo severas amenazas en caso de que la parturienta sufriera algún percance. Los médicos protestaban, seguramente, alegaban ignorancia, se declaraban incapacitados para realizar la labor que se les encomendaba, pero Petán quizás tampoco entendía la diferencia entre una vaca, una yegua preñada y una mujer encinta..
((Historia criminal del trujillato [41]. Cuarta parte).
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BIBLIOGRAFÍA:
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

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