Santiago Armijos Valdivieso
Es verdad que nuestra democracia adolece de innumerables defectos que nos han conducido a una permanente desesperación y decepción social.
Es cierto que la democracia ecuatoriana se ha oscurecido por la proliferación de políticos rastreros (con excepciones), quienes, cobijados por partidos y movimientos políticos caricaturescos, que han surgido de la improvisación, del clientelismo político y del culto al caudillismo, han dado rienda suelta a sus bajos instintos, a su codicia y a sus tramposas maniobras para obtener dinero fácil.
No se puede ocultar que esta democracia está plagada de errores que atan la participación ciudadana (bien intencionada) a las imposiciones y caprichos de los movimientos políticos y de las empresas electoreras.
Sin embargo, y a pesar de todo ello, debemos seguir defendiendo, identificándonos y luchando por construir y mejorar nuestra vulnerable democracia. En primer lugar, por ser la forma de sociedad y gobierno menos imperfecta que ha logrado el largo camino de la civilización para alcanzar en libertad una sociedad más justa, más equitativa y menos indolente; y, en segundo lugar, por ser la mejor alternativa social frente a los sistemas dictatoriales de izquierda o de derecha que tanta sangre han derramado y tantas cabezas han destruido, paradójicamente, invocando precisamente el nombre de su víctima, es decir del pueblo; como en su momento lo hicieron: Benito Mussolini en Italia; Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana; Augusto Pinochet en Chile; Adolf Hitler en Alemania, Iósif Stalin en la Unión Soviética, Ayatolá Jomeini en Irán o Kim Il Sung en Corea del Norte. Unos más que otros, pero todos al fin, imponiendo a garrote y a bala su forma de pensar y despreciando todo aquello que signifique contradicción o desobediencia a sus evangelios políticos.
Mal que mal, nuestra democracia en desarrollo, que en la etapa contemporánea inició a reconstruir desde 1979 con la elección de Jaime Roldós Aguilera, ha permitido que sectores de afrodescendientes, indígenas, montubios, trabajadores, pequeños comerciantes y agricultores, etc., se hayan integrado a funciones gravitantes en las diferentes esferas políticas como legisladores, jueces, fiscales, ministros de estado, altos funcionarios públicos…; unas veces con aciertos, y otras con desaciertos, pero al fin, incluidos como protagonistas de las decisiones que han marcado el destino de la nación.
Por otro lado, nuestra democracia, a través de la realización de varios procesos electorales -aunque hay que decirlo, fuerte y claro, con inmensas falencias-, ha permitido que el pueblo, ejerciendo su soberanía, se pronuncie, se equivoque, acierte o rectifique; lo cual, no deja de ser rescatable y plausible si tomamos en cuenta lo que aún está sucediendo en nefastos regímenes como los de Irán, Venezuela o Corea del Norte, en los que las elecciones no existen o se reducen a sainetes vergonzosos que obedecen ciegamente a perversos libretos para asesinar la libertad.
Tampoco podemos desconocer que, aunque se han producido graves baches como en la época correísta, nuestra democracia ha permitido la existencia de la libertad de expresión, tal vez no en el nivel óptimo que aspiramos, pero, sin apasionamientos, podemos decir que ha existido e incluso ha sido y sigue siendo el pararrayos que ha enfrentado, con importantes triunfos, a la corrupción que ha estrangulado y sigue estrangulando a la patria.
No quiero decir con esto que nuestra democracia funcione en su más alto nivel. Simplemente digo que, con todas sus deterioros y vergüenzas, el sistema democrático sigue siendo el menos inepto para luchar contra nuestros problemas y por lo tanto merece ser defendido. Claro está que como ciudadanos no debemos cruzarnos de brazos y esperar que la democracia mejore por gravedad o por el simple transcurrir de los días; pues, al contrario, tenemos la obligación cívica de adoptar una posición activa y responsable en torno a ella, trabajando permanentemente para mejorarla, enmendarla y perfeccionarla, mediante una decida y reflexiva participación política ciudadana, en la que no exista cabida para la antipatriótica actitud del avestruz, por la cual, el ciudadano hunde su cabeza en el hueco del quemeimportismo dando la espalda a la Nación en un acto que resulta incompatible con la solidaridad y el bien común. Cuanta razón tuvo Juan de Mairena (personaje creado por Antonio Machado) cuando dijo: “La política es una actividad importantísima. Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el desdeño de la política mala que hacen trepadores y tramposos, sin otro propósito que el de obtener ganancias”.
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