Cincuenta y dos años después de su muerte, se sigue afirmando que
las relaciones internacionales experimentaron su máximo esplendor
durante la Era de Trujillo, sólo porque hombres educados, con grandes
conocimientos de las formas protocolares a la usanza de entonces y
dotados de un gran dominio de la oratoria, les sirvieron al tirano en el
exterior, sin tomar en cuenta los objetivos de esa política. Esos
señores estaban mejor preparados para la faena que los que llegaron
después, pero no eran mejores, ni estuvieron nunca guiados por razones
éticas y morales.
Por el contrario, contribuyeron con su talento a perpetuar la tiranía y a justificar en el plano doméstico y en el escenario internacional, algunas de las peores atrocidades cometidas por ese régimen. No entiendo dónde radican los méritos de esa diplomacia y mucho menos la afirmación de que esa política exterior fuera certera y que en su ejecución se usaran a “los mejores hombres”.
La capacidad en sí misma no supone virtudes. En mi personal valoración de los hechos, sobre esos personajes de la historia dominicana que asumieron con entusiasmo la tarea de asignarle una justificación teórica, ética, moral y política, a un régimen tan despiadado como el de Trujillo, recae la mayor responsabilidad histórica. Me parece repugnante, además, pretender reivindicar los actos más deshonrosos en materia de cabildeo político, es decir, los sobornos a congresistas y diplomáticos norteamericanos, como evidencias de las cualidades de un servicio exterior cuyo único norte era la absoluta sumisión a un régimen que fue entonces una vergüenza y hoy es un estigma para el pueblo dominicano. Nadie puede negar el talento de esos hombres, sus enormes capacidades intelectuales y, si se quiere, la fascinante elocuencia de sus discursos. Pero no representaron ninguna etapa brillante de nuestro servicio exterior.
Debido a la mala memoria de los dominicanos, causa de muchas de nuestras
desgracias, existe todavía en algunos sectores la intención de
replantear moralmente el tema de la tiranía, con el insano propósito de
justificarla como una necesidad histórica de su época. Se nos pone de
ejemplo el servicio exterior como muestra de la superioridad de la
tiranía trujillista sobre la democracia.Por el contrario, contribuyeron con su talento a perpetuar la tiranía y a justificar en el plano doméstico y en el escenario internacional, algunas de las peores atrocidades cometidas por ese régimen. No entiendo dónde radican los méritos de esa diplomacia y mucho menos la afirmación de que esa política exterior fuera certera y que en su ejecución se usaran a “los mejores hombres”.
La capacidad en sí misma no supone virtudes. En mi personal valoración de los hechos, sobre esos personajes de la historia dominicana que asumieron con entusiasmo la tarea de asignarle una justificación teórica, ética, moral y política, a un régimen tan despiadado como el de Trujillo, recae la mayor responsabilidad histórica. Me parece repugnante, además, pretender reivindicar los actos más deshonrosos en materia de cabildeo político, es decir, los sobornos a congresistas y diplomáticos norteamericanos, como evidencias de las cualidades de un servicio exterior cuyo único norte era la absoluta sumisión a un régimen que fue entonces una vergüenza y hoy es un estigma para el pueblo dominicano. Nadie puede negar el talento de esos hombres, sus enormes capacidades intelectuales y, si se quiere, la fascinante elocuencia de sus discursos. Pero no representaron ninguna etapa brillante de nuestro servicio exterior.
Al advertir sobre el riesgo que eso supone para el sistema democrático, me atrevo a asegurar también que todo tiende a justificar ante las generaciones presentes y futuras actuaciones que de otra manera resultarían imposibles de explicar histórica , moral y políticamente. Con honrosas y conocidas excepciones, el servicio exterior durante la Era de Trujillo constituyó uno de los peores y más degradantes aspectos del régimen. La inteligencia de muchos de los que formaron parte del mismo hace posible que todavía hoy miles de dominicanos vean en esa etapa oscura de nuestra vida republicana, valores inexistentes.
Con todo respeto, esos personajes a los que se atribuyen tantos méritos, quedaron ya marcados en las páginas de nuestra historia por la dimensión justa de sus propias actuaciones.
Todo esto me atrae a la memoria una breve reflexión de Antón Antonov-Ovseyenko extraída de su estremecedora obra El tiempo de Stalin, y que ya había reproducido en el prefacio de mi libro Trujillo y los héroes de junio: “En algunos países la nueva generación crece sin saber nada de la antigua mitología. A los niños se les dan mitos modernos que glorifican el poderío invencible de su propia nación y que hablan de orígenes y facultades divinas de sus gobernantes; así es como nacen el nacionalismo desenfrenado y el chauvinismo extremo. Y la idolatría. Pero en este terreno artificial, ¿qué crecerá? No una generación de ciudadanos responsables, sino una nueva hornada de carne de cañón”.
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