El período de construcción democrática en la República Dominicana comienza con la caída de la tiranía de Rafael Leonidas Trujillo, un proceso zigzagueante y lamentables interrupciones, como ocurrió desde los mismos inicios, cuando el sector más rancio de la sociedad conspiró y materializó el derrocamiento del gobierno del presidente Juan Bosch y su Partido Revolucionario Dominicano (PRD).
Igual, el discurso político se empezaba a construir, lo mismo que el partidismo como instrumento para el establecimiento de una democracia. El ejercicio de la política se afirmaba en la asechanza, en la malicia, en las conspiraciones y en un primitivismo orientado a la destrucción de los contrarios, sin considerar medios.
Ya ha pasado demasiado tiempo, 57 años, y por momentos los avances se tornan precarios, como si tantas vivencias no dejaran algunos aprendizajes, especialmente para quienes se consideran “líderes políticos”.
La destrucción del proyecto democrático presidido por Bosch desató los infiernos del terror y la violencia, bajo el temor de que el país volvería a caer en la dictadura o en el militarismo. El largo proceso de inestabilidad desde el golpe de estado del 24 de septiembre de 1963, condujo a una guerra civil, y subsecuentemente, a una intervención militar de Estados Unidos, una gran afrenta y derramamiento de sangre.
Vendría luego un gobierno de fuerza presidido por Joaquín Balaguer, y sólo después de 12 años bajo la continuidad del trujillismo, una suerte de transición aletargada de la dictadura hacia la democracia, cuando de nuevo el PRD y las fuerzas democráticas lograron en 1978 reencauzar el proyecto iniciado en 1963.
Hoy, serpentean manifestaciones, conductas anacrónicas que no se corresponden con un ejercicio de la política en tiempos modernos.
¡Cómo recurrir a un ex convicto por narcotráfico como medio probatorio! ¡Cómo darle carta de ciudadanía a una persona que no tiene ninguna calidad, que constituye una negación absoluta de valores!
La sinrazón no puede arrastrar un recurso como la política a la más aberrante degradación. El país del siglo XXI no puede sucumbir ante la abyección.
El ejercicio de la política, pese a todas las corrupciones y falencias, requiere un mínimo de respeto y decoro. Siquiera algo de nobleza ante la ciudadanía.
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