En septiembre de 1978, el dictador Fidel Castro recibió en su palacio de La Habana, con pistola al cinto y su inconfundible traje de miliciano, al presidente Adolfo Suárez, cuya visita a Cuba inauguraba una nueva etapa entre ambos países tras la muerte de Francisco Franco. El español se había presentado durante décadas como un martillo del comunismo y de sus líderes, de ahí que la diplomacia española esperara, con su desaparición, que algunas puertas bajo la esfera soviética ahora estuvieran más receptivas a hablar. Lo que nadie había calculado en la comitiva española es que Castro dedicara parte de la rueda de prensa a elogiar a Franco por haber «resistido las presiones del imperialismo y comerciado con Cuba».
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