La ley, Trujillo, ¿y después?
La ley, Trujillo, ¿y después?
Por Rosario Espinal
Uno de los escollos fundamentales
que enfrenta la construcción de la democracia en la República Dominicana
proviene de la contradicción entre la ley como responsabilidad y la ley
como arbitrariedad. La primera es propia de la democracia, la segunda
del poder autoritario. La ley como arbitrariedad es parte esencial de la
historia dominicana y se afianzó en el siglo XX con la dictadura de
Trujillo.
En aquella
Era, se establecieron formas de dominación arbitraria que definieron la
concepción del Estado y la forma de inserción de los sujetos sociales
en la comunidad política. El
dictador se apoderó del sentido nacionalista que se había gestado en
casi un siglo de post independencia, sin solidificarse como poder
democrático y comunidad de destino. Trujillo interpeló a la nación para que apoyara su proyecto político, pero excluyó al pueblo de la participación. En
la discursiva trujillista, el espacio público permitido a la población
era el trabajo, y le correspondía al Estado, entiéndase Trujillo,
dirigir y enseñar la sociedad a ser productiva y encontrar el progreso. Se
interpeló a la nación en términos de los valores familiares, la
educación cívica y la obediencia, mientras todas las instancias de lo
personal y lo público giraban en torno al logro de una supuesta
disciplina social que guiaría la nación a la civilización. Como resultado, la formación de identidades políticas se produjo fundamentalmente como "masa silente". La
población se insertó a la sociedad a través del trabajo y la
disciplina, sin la posibilidad de reclamar o reivindicar derechos. La ciudadanía no se construyó como una comunidad de deberes y prerrogativas, tal cual ocurrió en las democracias desarrolladas. Tampoco
como pueblo movilizado, como en el nacionalismo populista de los países
latinoamericanos con mayor desarrollo económico. Para
lograr sus propósitos, Trujillo dividió la nación en dos grupos: los
que trabajaban, amaban el orden, la paz y el progreso, y los malavenidos
que no tenían cabida en su sociedad de paz y orden. Estos últimos
morirían, irían a la cárcel o al exilio para que no perturbaran. Así,
el dictador estableció una relación "paternal" con la sociedad
dominicana en dos sentidos: como "padre instructor" que enseñaba al
pueblo ignorante a encontrar el camino del progreso, y como "padre
disciplinario", que castigaba las malas acciones que desviaban de la
meta hacia el bien. Parafraseando a Octavio Paz, la figura del "padre"
se bifurcó en la dualidad de patriarca y macho. El patriarca que
protege, es poderoso y sabio; el macho temible, que es fuerte y
terrible. Trujillo apeló
constantemente a la disciplina social en un contexto sociopolítico de
bancarrota económica y luchas de facciones por la apropiación personal
de los recursos del Estado. Llamó
insistentemente a la disciplina y al trabajo para establecer la
capacidad de regulación del Estado como fuente primordial de
enriquecimiento personal. Así,
el objetivo de ampliar la acumulación de riqueza derivó en
contradicción, porque el supuesto enaltecimiento de la ley chocaba
continuamente con la personalización de las relaciones económicas y
políticas. Mientras la
dictadura apelaba al respeto de la ley, el gobierno subordinaba
arbitrariamente a la población. Como resultado, la tensión entre el
culto al amo y el culto a la ley nunca encontró resolución en la
dictadura. Alienados de
la posibilidad ciudadana, el pueblo dominicano se subordinó ante el
terror y la ley devino en deber por arbitrariedad, no por
responsabilidad colectiva. Las consecuencias de ese sistema de hipocresía legal y opresión social persisten todavía. Sin
un dictador omnipotente, la sociedad dominicana ha sido incapaz en el
pos trujillismo de gestar cohesión social en torno a un contrato de
respeto colectivo a la ley, que permita una convivencia más organizada y
solidaria. En vez de un
orden civilizado, basado en el reconocimiento mutuo de derechos y
deberes, prevalece el caos y la ilegalidad en distintas esferas de la
vida pública y privada. Además,
obtener provecho de manera rápida e ilegítima no es ya exclusividad de
un dictador y su cortejo, sino la regla que guía el accionar de un
segmento cada vez mayor de la sociedad. Por
eso, la democracia actual tiene el sello de corrupción, gran
desigualdad y desprecio por la ley, problemas todos agravados en los
últimos años, en parte, por la magnitud del fraude Baninter.
No hay comentarios:
Publicar un comentario