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sábado, 25 de junio de 2016

La diplomacia al servicio de la tiranía


Por Miguel Guerrero. 25 de junio de 2016 - 12:07 am -  1
No entiendo donde radican los méritos de esa diplomacia y mucho menos la afirmación de que esa política exterior fuera “certera” y que en su ejecución se usaran a “los mejores hombres”.

mguerrero

Miguel Guerrero

Periodista, investigador histórico y conductor de programas de televisión. Premio Nacional de Historia.
Connotados panegiristas de la llamada Era de Trujillo ofenden con descarada frecuencia la inteligencia nacional, al formular su valoración de la diplomacia durante la tiranía que cercenó las libertades públicas del país por más de treinta años. Aducen que las relaciones internacionales de este país experimentaron “ su máximo esplendor y brillo” durante ese nefasto período de nuestra historia, sólo porque hombres educados, con grandes conocimientos de las formas protocolares a la usanza de entonces y dotados de un gran dominio de la oratoria, les sirvieron al tirano en el servicio exterior. No toman en cuenta lo esencial, los objetivos básicos de esa política, en su vano intento de justificar la peor muestra de servilismo que generaciones de dominicanos hayan contemplado.

Esos señores pudieron estar mejor preparados para la faena que los que llegaron después, pero no eran mejores, ni estuvieron nunca guiados por razones éticas y morales. Por el contrario, contribuyeron con su talento a perpetuar la tiranía y a justificar en el plano doméstico y en el escenario internacional, algunas de las peores atrocidades cometidas por ese régimen.

Revisando papeles viejos he leído que algunos entusiastas de ese régimen han llegado a calificar al doctor Manuel Arturo Peña Batlle como “el más grande internacionalista dominicano”. Entre sus méritos se menciona que a él le correspondió “manejar el asunto de las negociaciones con Haití para resolver los problemas fronterizos”, es decir, la enorme y grave responsabilidad de justificar uno de los más horribles episodios de crueldad escrito en nuestra historia, como fue la matanza de haitianos de 1937.

Produce escalofríos que se considere como un mérito del servicio exterior de esta nación, el que el talento de un canciller haya servido para manipular diplomáticamente de tal forma ese expediente bochornoso hasta lograr convencer al Vaticano de la “inocencia” de Trujillo
Al extremo, nos recuerda esos voceros del trujillismo,  que al ser recibido por el propio Papa para la firma del Concordato años después, en 1954, el Pontífice lo bendijera y le impusiera además una condecoración, lo que el tirano recompensó condecorando a su vez a dos allegados del Papa.
No entiendo donde radican los méritos de esa diplomacia y mucho menos la afirmación de que esa política exterior fuera “certera” y que en su ejecución se usaran a “los mejores hombres”. La capacidad en sí misma no supone virtudes. En mi personal valoración de esos hechos, estimo, por el contrario, que acerca de esos personajes de la historia dominicana, sobre aquellos que asumieron con entusiasmo la tarea de  asignarle una justificación teórica, ética, moral y política, a un régimen tan despiadado como el de Trujillo, recae la mayor responsabilidad histórica.
Me parece repugnante, además, que se intenten reivindicar  los actos más deshonrosos en materia de cabildeo político, como las que se atribuyen al entonces embajador  en Washington Manuel De Moya Alonzo, es decir, los sobornos a congresistas y diplomáticos norteamericanos, como evidencias de las cualidades de un servicio exterior que tenía en cambio como único norte, la absoluta sumisión a un régimen que fue  entonces una vergüenza y hoy es un estigma para el pueblo dominicano.
Nadie puede negar el talento de esos hombres,  la enorme capacidad intelectual que poseían, y, si se quiere, la fascinante elocuencia de su verbo. Pero no representaron  ninguna etapa  brillante de nuestro servicio exterior. Tenían sus mentes tan altas como encorvadas sus espaldas. Tal vez sus nombres aparezcan todavía en los anales de la diplomacia dominicana, sólo porque muchos de los que ocuparon después las mismas posiciones carecieron de la brillantez intelectual que ellos tuvieron.
Me temo que existe en nuestro medio un esfuerzo dirigido a replantear moralmente el tema de la tiranía, con la insana intención de justificarla como una necesidad histórica de su época. Al advertir sobre el riesgo que eso tiene para el sistema democrático, me atrevo a asegurar también que ello tiende a justificar ante las generaciones presentes y futuras actuaciones que de otra manera resultarían imposibles de explicar histórica, moral y políticamente. Es basado en ese temor que cedí a la  tentación de escribir sobre el tema en interés de situar esa época de intolerancia en la perspectiva en que debe ser aceptada por la historia.
Con honrosas y conocidas excepciones, el servicio diplomático  durante la Era de Trujillo constituyó uno de los peores y más degradantes aspectos del régimen. La inteligencia de muchos de los que formaron parte del mismo hizo posible que todavía hoy miles de dominicanos vean en esa etapa oscura de nuestra vida republicana, valores que nunca poseyó. Con todo respeto, los personajes a  los  que  se atribuyen tantos méritos, quedaron ya marcados en las páginas de nuestra historia por la dimensión justa de sus propias actuaciones.
Concluyo con una reflexión de Antón Antonov-Ovseyenko extraída de su estremecedora obra  El tiempo de Stalin, y que ya había reproducido en el prefacio de mi libro Trujillo y los héroes de junio:
“En algunos países la nueva generación crece sin saber nada de la antigua mitología. A los niños se les dan mitos modernos que glorifican el poderío invencible de su propia nación y que hablan de orígenes y facultades divinas de sus gobernantes; así es como nacen el nacionalismo desenfrenado y el chauvinismo extremo. Y la idolatría. Pero en este terreno artificial ¿qué crecerá?  No una generación de ciudadanos responsables, sino una nueva hornada de carne de cañón”.

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