8 de febrero de 2016 - 12:09 am -
¡Por supuesto! Conviene un debate entre candidatos. Sin embargo, nada indica variantes en la mentalidad de quienes pujan en el mercado del poder, y nuestra cultura sigue resistiendo el intercambio de ideas.
Desde 1960 hasta el 2013, los países democráticos de América Latina habían presenciado debates presidenciales, excepto dos: Argentina y República Dominicana. Así informó el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC). En las pasadas elecciones los argentinos presenciaron no uno, sino dos: en primera y en segunda vuelta.
Es idiosincrático en el dominicano la tendencia – extremada entre políticos – de no escuchar al otro, sentar cátedra, imponer soliloquios. Convertimos mesas redondas en mesas cuadradas, gozamos de peroratas incontrolables, indiferentes a cualquier intento moderador. No somos dialogantes, sí vociferantes.
Resulta indudable que un encuentro público entre candidatos sería un signo de madurez, un avance, en esta democracia imberbe y pervertida. Pero esa posibilidad es remota, provoca dudas y preguntas: ¿Podrían ellos debatir civilizadamente, aceptar críticas descarnadas y comportarse con madurez? ¿Arriesgarían la compostura? Todos estaremos de acuerdo en que la respuesta es negativa.
Tomarse el riesgo de dejar al descubierto miserias, incapacidades, mentiras y jugarretas es difícil; se expondrían a un estriptís de comportamiento que no aceptan. Prefieren enviar a terceros. El “mano a mano” les da tanto miedo como a un pecador el confesionario. Acartonados, insinceros y acogotados por un fardo enorme de falsedades, nuestros líderes evitan el cuestionamiento, y más al acercárseles unas elecciones.
Únicamente recuerdo dos grandes discusiones públicas en esta entumecida democracia. La primera, protagonizada por el Profesor Juan Bosch y el sacerdote Láutico García; la segunda, entre Vincho Castillo y Hatuey Decamps. Fueron confrontaciones de gran altura, sin ambages, enérgicas, inteligentes y educativas. Pudimos aquilatar el talante de los personajes y el peso de sus argumentos. Desde entonces no se ha visto nada igual.
Continuar en el club democrático del mundo civilizado, sin haber debatido nunca, parece no darle vergüenza a nadie. Siguen tiesos, maquillados, buscando “fotochopearse” por dentro y por fuera para desplegarse en apabullantes cartelones. Viven la realidad recitando guiones de spots publicitarios.
Por otra parte, si alguna vez decidiesen enfrentarse, sería un espectáculo deprimente. El pacto de impunidad obliga a un trato delicado, de floristas que saben esquivar espinas. Se temen los unos a los otros. El resultado: una tapadera sin claridad de personajes ni de argumentos. Cada acuerdo de aposento ha ido minando la capacidad para enfrentarse como Dios manda.
¡Por supuesto! Conviene un debate entre candidatos. Sin embargo, nada indica variantes en la mentalidad de quienes pujan en el mercado del poder, y nuestra cultura sigue resistiendo el intercambio de ideas. (Lejos han quedado los fervores doctrinarios de los sesenta.) Puede que seamos unos discapacitados para la discusión sincera. Vistas las cosas de esta manera, todo hace pensar que seguiremos con la infame exclusiva de no debatientes.
En los negocios del poder – o cuando el poder es negocio – se discute, se acuerda, se impone, se compra; no intervienen concesiones dialécticas. Prima el pragmatismo, la ilegalidad y el ocultamiento. De ahí, que para la clase gobernante dominicana el debate es, como diría mi grande y enciclopédico amigo, “absolutamente innecesario”. Hasta que se demuestre lo contrario…
No hay comentarios:
Publicar un comentario