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PARAQUENOSEREPITALAHISTORIA .Para los interesados en el tema y los olvidadizos de sus hechos, aquí están para consultar múltiples artículos escritos por diversas personalidades internacionales y del país. El monopólico poder de este tirano con la supresión de las libertades fundamentales, su terrorismo de Estado basado en muertes ,desapariciones, torturas y la restricción del derecho a disentir de las personas , son razones suficientes y valederas PARA QUE NO SE REPITA SU HISTORIA . HISTORY CAN NOT BE REPEATED VERSION EN INGLES

lunes, 29 de diciembre de 2014

“Por órdenes superiores” de Segundo Imbert Brugal (II)


Por Ylonka Nacidit Perdomo. 29 de diciembre de 2014 - 12:09 am - 
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Ylonka Nacidit Perdomo

Desde finales de la década del 90, guiada por Catherine Vanderplaats de Vallejo, de Concordia University, en Montreal, investiga la obra de autoras decimonónicas del siglo XIX, y del XX; contraponiendo al silencio impuesto y a la historia oficial, una mirada en contrapunto que quiebra y pone en conflicto -desde una enunciación de territorialidad biográfica- los estereotipos en torno al sujeto femenino, para crear desde el conocimiento una metáfora propositiva de la memoria colectiva que pertenece a todas las mujeres que “nacen” y se hacen, narrando desde el discurso de la diferencia su universo, su imaginario y su itinerario cotidiano.
Narrar es contar, desenmascarar, dar apertura de una manera implacable a la pródiga imaginación y, por supuesto, reflexionar en torno a un tema con el cual estaremos  en pugna con muchas interrogantes desde el momento en que quien  cuenta,   hace que los personajes de sus historias  se hablen, se comuniquen, y comenten entre sí sus  situaciones.
Al narrador corresponde discutir, ampliamente, con sus personajes la redacción de los detalles de sus  vidas que desean ser transcritas sobre el papel, porque ellos, a veces, impugnan la caracterización, desautorizan el texto, se vuelven lectores-creadores, entablan diálogos en mayúsculas y demandan tener ante sí un espejo  para contactar si su voluntad se cumple. Entonces, la ficción es un desacato a la historia “real”, y la historia el desfase de lo dicho, porque se pueden cosificar  distintas  versiones de una historia.
No obstante, es posible que en algunas ocasiones los personajes se salgan  del relato, subviertan la escritura, no quieren la experiencia común,  ni prevenir al lector de cuál será el “objeto” de su compleja marginalización de la realidad; de ahí que las tensiones personaje-autor trazan la territorialidad del equilibrio entre el punto de vista desde el cual se narra y la memoria  que se reafirma indiscriminadamente como crónica.
En la narrativa de Segundo Imbert Brugal, por ejemplo, asumo su “función de autor”  como un narrador-yo que, a mi modo de ver,  es el narrador que pone un orden a la historia que va a contar, que está fuera del alcance de sus personajes, que no se deja abrumar por ellos, que no le da posibilidad alguna a que sean hostiles con él, porque conoce sus antecedentes, cómo hacer el juego literario de que interactúen, mostrándolos en espacios cerrados o abiertos, no encarcelándolos en un solo foco narrativo, sino hilvanando sus heredades y situaciones precarias de existencia.
Segundo Imbert Brugal, como narrador-yo,  parte de episodios “que le contaron”, de situaciones que literalmente  “como se la contaron” resultan ser  los intersticios desde  los cuales se confunde  lo múltiple y lo fragmentario, procurando  mostrar  intercambiables las diversas caras de la historicidad tiznada  por un  época donde el asesinato/suicidio eran los márgenes  para hacer identificable a las víctimas de la represión del tirano.
En su función de narrador, él es un narrador que tiene la voluntad de establecer   la manera cruel  en que las “órdenes superiores” del régimen  hicieron  que los sujetos desafectos confinados en la putrefacta dictadura  perecieran como sujetos fracasados. Sin embargo, Imbert Brugal  tiene un interés especial por el “efecto final” de sus relatos, porque devela cómo desentrañar la fatalidad del incumplimiento de sus personajes a sus destinos, cómo evadir las culpas, las frustraciones, desesperanzas y,  brumosos encuentros y desencuentros con lo siniestro.
Los relatos que conforman el libro Por órdenes superiores  de Segundo Imbert Brugal, revelan los avatares de muchos dominicanos en la Era de Trujillo; el  submundo que vivieron y conocieron, que delata  sus angustias existenciales.
“Cuando vino el yate”, “Dos esferas de cristal”, “Odalís Picúa”, “El discurso de Jacinto”, “El cartón de Pura”, “Un infarto en francés”, “Bienvenido y las metresas”, “A seis horas de distancia”, “La fiesta de quince años”, “Después del bautizo”, “El muchachito” y  “Jesús Walterio”  son relatos en torno a episodios de una sordidez inconfesable, verídicos y, a la vez, inverosímiles,  ocurridos durante la dictadura; son flash backs, capítulos  de horrores, hechos abominables, sucesos que “escuchó”  siendo niño, y otros que le tocaron muy de cerca, y otros últimos que vivió siendo un muchachito.
Segundo Imbert Brugal
Segundo Imbert Brugal
Segundo Imbert Brugal los “capturó”  en su memoria, hizo sus bocetos, dándole voz desde la tercera persona, y encerrando la suya en la máquina del tiempo, en ese oráculo invisible donde sólo Dios puede bosquejar el principio y el final de todo.
De los trece relatos del libro Por órdenes superiores(2014), uno me atrae, me atrapa, porque el autor recurrió a una realidad extraliteraria para narrar con certeza cómo la obsesión de la rebeldía se impone como derecho a la muerte, haciendo de la historia un vestigio de lo que en carne y hueso sufrieron muchos.
Imbert Brugal recrea la vida de un personaje de su Puerto Plata natal,  al cual llama Odalís Picúa; un individuo  con excelentes condiciones de nadador,  cuya vida misma  era un estado constante de peligrosidad, que lo hizo  invulnerable de sí mismo, pero que el autor le otorga la voluntad de vivir a su riesgo, en fuga,  porque “Tiburón no come Picúa, ni come donde ella come…”.
El relato titulado “Odalís Picúa”  es la historia de un personaje del mismo nombre que “Creció y vivió en la playa hasta que la violencia lo apartó de ella” huyendo de los matones del servicio de inteligencia; sus “historias recordaban las de Tarzán, “el rey de la selva”, y mantenían en vilo al público que desmenuzaba las peripecias del joven pescador”, a quien “Con toda seguridad, si  lo cogieron esa noche, fue por equivocación, y si estaba preso lo soltarían pronto”, al ser  acusado por los esbirros del régimen de ser un enemigo, y un potencial revolucionario.
El narrador se une a la memoria del personaje, se identifica con la  voz de sus iguales, se integra a su psiquis, y está inmerso en contar todos los  detalles de los sucesos que rodearon la desaparición de este  personaje pintoresco de su pueblo. Al parecer,  se deja seducir por su mundo, y se desplaza a través de un discurso sin fisuras  al encuentro de su subconsciente y de su  existencia trunca.
La lucha agónica de Odalís Picúa que nos cuenta el autor,  no es solo el enfrentamiento del hombre a la naturaleza del mar; es el enfrentamiento del hombre a la muerte como desgarramiento, la decisión de  morir por deseo propio, antes que otro decida por él cómo matarlo. El narrador le da libertad al personaje de escoger su destino final, no imagina lo que puede ser probable; cada acción del mismo lo convierte en un proyecto de sí mismo, para dejarlo ir a su último torneo con la vida;  no rescatando sus sentimientos ni su intención de desahogo, lo deja a solas con la decisión súbita, ante su arbitrariedad que hace de su desaparición un enigma. Escribe que Odalís Picúa:
 “Encolerizado, ausente de tiempo y de esperanza, se hundía poco a poco. Deliraba. Se encontró con Juancho tirando la atarraya y cantando: Tiburón no come Picúa, ni come donde ella come… -Muchacho, nadie sabe el lugar donde se muerde el anzuelo. Quiso hablarle, pero el  viejo pescador no estaba. Súbitamente, un torrente de vigor lo estremeció de pies a cabeza, se le inflaron los pulmones y le llegaron las fuerzas necesarias para, en un zambullón impecable, buscar el fondo del océano. Le obedecieron sus cuatro extremidades, penetrando cada vez más hondo, con la invariable determinación de morir buceando. La profundidad exigía el oxigeno que  le  faltaba, el instinto reclamaba  la superficie. Se negó a subir. Siguió bajando. No renunciaba al funeral de las profundidades. De pronto, un silbido agudo le reventó los tímpanos, su respiración quedó  encharcada y miles de chisporroteos en el cerebro diluían  su nombre, sus amores, sus culpas, el frondoso árbol de uvas de playa y la trayectoria de sus veinticinco años. Muriendo, se deshizo del  tirano, de los generales, y conoció el vacío del infinito”.
Odalís Picúa escogió a las profundidades del mar para escapar, y no dejarse vencer por los esbirros de la dictadura y la inquisitorial persecución. Su búsqueda de evasión en las olas o los despojos que lanza el mar no fue inútil; se hizo su realidad, una extensión fría del infierno que trajo la Era. Lo narrado por el autor nos conduce a creer que sucedió así. Ahí está la leyenda de Odalís Picúa, y la sentencia  de que “Tiburón no come Picúa, ni come donde ella come…”.
El mar en este relato se hizo símbolo fálico, se identificó con el orden coercitivo; se hizo cementerio-agua donde los cuerpos se desacralizan del mundo sucumbiendo ahogados,  huyendo de las “órdenes superiores”.
El mar, el fondo del mar, desde la antigüedad homérica ha sido el cementerio que esconde a las víctimas de la arbitrariedad política que traen las dictaduras; el mar ha sido testigo de todas las “órdenes superiores” invisibles del odio; perecer o desaparecer allí, es quedar insepulto, quedar  ausente de los otros y en los otros. Ni siquiera la fuga  evita  que  Odalís Picúa pueda  salvarse del olvido, puesto que el mar es una irrealidad en las consciencias de los que mueren rendidos en sus brazos; allí no puede uno desdoblarse, sólo cumplir con la falacia, con el azar que trae el destino, tal vez, como paradoja para afirmar a la nada.
Recordemos que, las historias se construyen a partir de  vivencias, y llegada la ocasión, o bien la oportunidad de narrarlas, es necesario escoger entre ser un escritor-observador o un agitador de los vuelos de la imaginación, para ir ensamblando los símbolos, las señales, las fuerzas con las cuales el autor se encuentra con frecuencia cuando le “asechan” cuestiones de la experiencia humana.
Desde que se evoca el pasado,  las percepciones del mundo –de nuestro mundo interior- se hacen cambiantes, nos compenetramos con ese aleteo de la perspectiva temporal-anímica, con el ritmo del relato, y pasamos a ser un narrador-testigo que se asoma, pero que a fin de cuentas, deja que el narrador-yo escriba las páginas que le permitan acercarse a sus espectadores-lectores, tal como logra hacerlo Segundo Imbert Brugal en su libro Por órdenes superiores.

La verdadera historia de Louis Zamperini, el aviador invencible que pasó de atleta a luchar contra los nazis



La verdadera historia de Louis Zamperini, el aviador invencible que pasó de atleta a luchar contra los nazis
Zamperini examina los agujeros hechos en su avión B-24D «Superman»

Saludado personalmente por Hitler en los Juegos Olímpicos de 1936, fue capturado por los japoneses en la guerra y pasó dos años en un campo de prisioneros

Día 29/12/2014 - 08.41h
Acción, emotividad y superación. La vida del estadounidense Louis Zamperini tiene todos los ingredientes para ser transformada en la perfectapelícula de la factoría Hollywood. No es para menos, pues este norteamericano pasó de ser un atleta profesional que compitió en losJuegos Olímpicos de 1936 a combatir ?dentro de las tripas de un bombardero aliado- en la Segunda Guerra Mundial. A su vez, tras una catástrofe aérea estuvo más de un mes perdido en alta mar hasta que logró llegar a tierra firme, donde fue capturado por los japoneses y enviado a un campo de concentración.
Por todo ello, no es raro que la enésima actriz metida a directora (Angelina Jolie) haya decidido trasladar la historia de este héroe estadounidense a la gran pantalla en «Unbroken» (bautizada «Invencible» en tierras españolas). Estrenado en los cines el pasado fin de semana, el largometraje cuenta con la participación de los hermanos Coen («Valor de ley») como guionistas y la de prometedores actores como Jack OConnell («This is england») y Domnhnall Gleeson («A dog Year»). Poco hay que decir de la mujer que, en su día, encarnó a Lara Croft en «Tomb Raider», salvo que esta es su segunda aventura en lo que a dirección se refiere (previamente «In the Land of Blood and Honey»). Ahora, la famosa ha querido contar las vivencias reales de este héroe olvidado, las cuales no tienen desperdicio.

Una infancia accidentada

Para narrar la vida de Louis Zamperini es necesario remontarse en el tiempo hasta el 26 de enero de 1917. Por aquel entonces, en Olean (Nueva York), vino al mundo este norteamericano de progenitores inmigrantes. «Mi padre nació al norte de Italia, en Verona. Llegó a Estados Unidos y conoció a mi madre, que era medio austríaca y medio italiana. Se casaron y ese fue el comienzo de nuestra familia», explicaba el propio atleta norteamericano en una serie de entrevistas recogidas porGeorge A. Hodak. De este matrimonio nacerían además otros tres pequeños: un niño (el hermano mayor de nuestro protagonista) y dos niñas (menores a él).
Desde el comienzo, su existencia fue una aventura, pues con pocos meses de vida tuvo que hacer frente varias veces a una severa enfermedad. «Cuando tenía dos años de edad padecí de neumonía. Era algo habitual en mi familia. Así que los médicos les dijeron a mis padres que debíamos trasladarnos a California debido a que allí el clima es más cálido», afirmaba Zamperini en el susodicho encuentro con el periodista. Eso no fue lo peor que le sucedió pues, cuando estaban a punto de partir hacia su nuevo hogar, la casa en la que vivían se quemó y el pequeño Louis estuvo, según sus palabras, a punto de morir atrapado.
Sin embargo, el destino sabía que aún le quedaba mucha vida por recorrer y dejó que se marchara sin un rasguño hasta Long Beach, región en la que tuvo su primer y curioso encuentro con su futura afición. «Cuando tenía dos años y medio o tres un chico me desafió a la primera carrera de mi vida. Me dijo que corriéramos hasta una palmera lejana. Pero me empujó y la perdí», completa Zamperini. Aunque en ese momento no lo sabía, este sería el principio de un largo camino que culminaría en la participación como atleta olímpico en Berlín.

De gamberro a atleta profesional

El paso de los años no sentó demasiado bien a Zamperini quien, como señaló en varias ocasiones durante su vida, en la adolescencia se terminó transformando en un delincuente de poca monta al que las autoridades conocían a la perfección por sus contínuos robos. Por ello, y en un intento de volver a encarrilar su vida, su familia decidió darle un empujoncito en la buena dirección mostrándole las bondades del deporte.
«Un día, mi hermano se cansó de que la policía llegara a nuestra casa para hablar de mí y sintió que el atletismo podría ser la respuesta a todo aquel problema. En la escuela estuvieron de acuerdo, así que me sacaron a la pista de 660 yardas y me hicieron correr. No he sufrido tanto en mi vida como en aquel momento, sentí dolores, agotamiento y severos calambres. Sólo podía pensar que aquello era absolutamente horrible», añade el protagonista.
Pero poco a poco, correr en la pista de atletismo se fue convirtiendo en su pasión. Todo un disgusto para su padre, quien siempre había soñado con que sus dos hijos practicaran el béisbol (el deporte predilecto de su madre). De hecho, apenas una semana después de haber pasado ese «rato horrible», volvió a salir a la pista. Al final, a base de entrenamiento consiguió ir mejorando poco a poco. No se le debía dar mal pues, como señala el propio Zamperini, decenas de sus compañeros acudieron a animarle en las carreras amateurs en las que se empezó a inscribir.
«El mayor reto de mi vida fue llevar a cabo la transición de adolescente errante e indisciplinado a atleta dedicado. Pero una noche decidí que tenía que elegir entre dejar la pista y continuar con mi vida delictiva, o decidir que el reconcomiendo de la gente valía la pena. Y cuando has probado el reconocimiento, la verdad es que es bastante dulce, así que me hice a la idea de que iba a ser un corredor y empecé a entrenas de forma casi fanática. Así hasta que gané mi primera carrera, luego vino otra y otra?», completa el deportista en la entrevista.
Los años hicieron que Zamperini mejorara de manera increíble, llegando al punto en el que obtenía las victorias (al menos a nivel local) con un cuarto de milla de distancia de diferencia con sus competidores (unos 402 metros). Posteriormente, con 17 años ganó el campeonato de California de 5.000 metros y, tan solo dos veranos después, logró cumplir su sueño y clasificarse para los Juegos Olímpicos que se iban a llevar a cabo en Berlín durante 1936 (los cuales serían presididos por el ?entonces- poco conocido Adolf Hitler). Esto fue todo un logro para nuestro protagonista, quien había calculado que, si entrenaba hasta la extenuación, quizás conseguiría participar en los de 1940.

Zamperini, encantado con Alemania

En pleno verano, Zamperini se subió a un buque para llegar hasta Europa, donde correría por la pista en nombre de su país. Al parecer, durante el trayecto subió varios kilos de peso por comer compulsivamente la comida del navío (la cual era gratis). Este sería el factor que, según sus entrenadores, provocó que posteriormente no realizara una mejor actuación, aunque otras fuentes afirman que el corredor bajó de peso en las pruebas físicas previas a la gran final.
Fuera como fuese, lo único cierto es que, una vez en Berlín, quedó encantado con las bondades de Alemania. «Recibimos un trato excelente por parte de los funcionarios alemanes, el pueblo alemán y la villa olímpica. Nunca habrán oído hablar de unas olimpiadas en las que se trató mejor a los atletas que en las de Berlín en 1936. Los alemanes tenían de todo? aunque no había bañera. Pensé que todas habrían sido sacadas de Alemania porque Hitler las consideraba antihigiénicas. Probablemente es el país más limpio que he visto en mi vida. Fue increíble, nos trataron como a reyes», añade Zamperini.
Con todo, ya por entonces le llamó bastante la atención que todo el mundo tuviera que saludar diciendo «Heil Hitler» al pasar junto a los soldados. En su caso, solía tomárselo a guasa y bromear con ello cuando estaba cerca de los militares alemanes, algo que nunca le recriminaron.
En lo que hace referencia a las pruebas, Zamperini logró pasar a la final de la carrera de 5.000 metros, donde tuvo que competir junto a los mejores atletas del mundo. «Cuando llevábamos algunas vueltas, el grupo se dividió en tres de acuerdo con el ritmo. Había hasta dos o tres finlandeses al frente. Había siete chicos en el grupo de cabeza, cinco en el mío y otros cuatro o cinco al final. Acabé en octavo lugar», explica el militar. A pesar de ello, el norteamericano hizo una proeza sin igual alterminar la última vuelta en apenas 56 segundos, todo un récord.

El «conocido» de Hitler

Sin embargo, tras terminar la carrera todavía le esperaba una última sorpresa a Zamperini: «Después de acarbar la carrera y ducharme, salí con el resto delos atletas estadounidenses y nos dimos cuenta de queestábamos al lado del palco de Adolf Hitler. Como entre él y nosotros estaban Goering y Goebbels, le di mi cámara al último y le pedí que hiciera una foto a Hitler de mi parte».
Cuando el ministro de propaganda del Reich bajó para devolverle el aparato, le dijo que Hitler quería verle, pues le había sorprendido la gran velocidad a la que había terminado la última vuelta. «Fui a su encuentro, le di la mano, y eso fue todo. Así conocí a Hitler. Posteriormente me encontré con él en una base militar cuando me presentaban como corredor más joven del equipo. Esa es toda mi asociación con Hitler», completa Zamperini. Según afirma la biografía de Laura Hillenbrand, lo único que le dijo el Führer mientras le estrechaba la mano fue «Ah, tú eres el chico que corre tan rápido».

Una guerra que acabó derribándole

Tal y como reza en su biografía oficial, Zamperini compitió posteriormente ?de manos de la Universidad del Sur de California- en decenas de carreras. De hecho (y tal y como se especifica en el mismo texto) muchos afirmaron posteriormente que, si hubiera seguido entrenando, podría haber corrido una milla en menos de cuatro minutos (una marca increíble para la época). Sin embargo, con lo que no contaban estas fuentes es con que este atleta iba a sentir la llamada del Tío Sam tras el ataque a Pearl Harbor. Así pues, y casi de la noche al día, decidió dejar su carrera como deportista para enrolarse en la Fuerza Aérea Estadounidense.
Al poco tiempo fue enviado a Hawai, donde recibió adiestramiento como artillero en la unidad del Pacífico Sur de bombarderos B-24 (un destacado aeroplano de la Segunda Guerra Mundial que era tripulado por 11 personas y podía llevar una carga de explosivos de hasta 3.700 kilos). «Me gradué en 1942. Recibí una extensa formación en lo que respecta a lanzar bombas y disparar ametralladoras. Gracias a él, en las misiones podíamos disparar bombas a más de 10.000 pies con un margen de error de apenas 50 pies, lo cual es muy bueno», explica el propio Zamperini en la entrevista concedida al periodista.
Su primera misión llegó en la nochebuena de 1942. En la mayoría de los encargos, el bombardero del que formaba parte solía recibir la orden de recorrer una ingente cantidad de kilómetro, lanzar explosivos sobre una zona tomada por los japoneses, y regresar a la base. Puede parecer sencillo, pero el miedo a los cazas nipones y a que aquel inmenso leviatán de metal en el que viajaba fallara y cayera a tierra sin previo aviso hacía los trayectos insufribles. Tampoco ayudaba el que, como bien comenta el propio Zamperini, en ocasione son supieran si contaban con suficiente combustible para realizar sus largos trayectos.
El peligro al que estaban sometidos quedó patente en una misión que el B-24 de Zamperini realizó sobre las islas Elice. Aquel día, su aparato (el «Super Man») quedó en una condición tan precaria tras recibir cientos de disparos de artillería antiáerea japonesa que su tripulación fue reasignada a otro (el «The Green Hornet», un avión famoso por sus múltiples problemas mecánicos). «Al final, el bombardero estaba plagado de más de 600 agujeros de bala, además en la misión más de media tripulación había acabado muerta o herida. Por suerte, a pesar de la situación, aterrizó de forma segura», añade le protagonista.

El terrible accidente que cambió una vida

Ese fue, precisamente, el avión que utilizó la tripulación en la que se incluía Zamperini para participar en la búsqueda de un B-25 aliado que había sido derribado cerca del atolón Palmira (ubicado en lo más remoto del Pacífico). Ese 27 de mayo de 1943 todo parecía normal para los hombres del «The Green Hornet». «Llegamos al área donde se creía que había caído el B-25. Comenzamos a rodear el área designada. La cobertura de nubes estaba ubicada a 1.000 pies, así que tuvimos que volar bajo, a 800, para ver si podíamos detectar un naufragio o una balsa», determina el atleta.
Todo cambió cuando, repentinamente, los motores del aeroplano comenzaron a fallar. Sin propulsión, el B-24 inició su caída y, en poco más de dos minutos, chocó fuertemente contra las aguas del Pacífico. El impacto fue de tal calibre que el avión llegó a hacer una media voltereta, a la que siguió una explosión. Mientras, en el interior, nuestro protagonista hacía lo posible por tratar de abrirse paso y lograr salir al exterior.
«Estaba atrapado bajo el trípode de la ametralladora. La balsa salvavidas estaba debajo de mí, en la cubierta de la nave, y yo estaba metido entre la balsa salvavidas y la parte superior del trípode. De repente, empezó a ponerse más oscuro. Sentí como mis oídos se destapaban... y luego sentí como si alguien me hubiera golpeado en la frente con un martillo. Entonces perdí la conciencia», añade Zamperini. Sin embargo, y «casi por arte de magia», como explica el protagonista, consiguió liberarse de sus ataduras, abrir su chaleco salvavidas y subir a la superficie.
En sus propias palabras, lo primero que sintió al salir del océano fueron náuseas por haber tragado en su ascenso agua salada, líquido hidráulico, sangre y gasolina. Tras respirar una bocanada de aire, el atleta miró a su alrededor y se percató que, entre los deshechos del B-24, dos de sus compañeros aún trataban desesperadamente de permanecer a flote. Aquellos suertudos eran Russell Phillips (el piloto) y Francis McNamara (el artillero de cola). Tres supervivientes en total de una dotación de once hombres. Había sido una masacre en toda regla.

A la deriva

Tras el impacto, Zamperini ayudó a sus compañeros a subirse a una balsa en la que, con algo de suerte, esperaba que les hallaran los equipos de salvamento. Sin embargo, ya fuera por la lejanía o lo remota de su posición (habían caído en un punto indeterminado del Pacífico) fueron pocos los aviones de rescate que llegaron hasta ellos. Con todo, y según afirma el atleta, sí pudieron distinguir a varios aeroplanos aliados que, probablemente, investigaban el suceso, pero éstos no vieron las bengalas que lanzaron desde la barca. Estaban solos y les esperaba una larga estancia en mitad del océano.
En los siguientes días, lo único que comieron fueron los pocos peces que pudieron pescar y los escasos albatros que lograron atrapar. Estos animales se sumaron a las seis barritas de chocolate y a las botellas de agua que habían logrado salvar del aeroplano.
Todo ello, acompañado de unos nuevos enemigos que les pondrían las cosas muy difíciles: los tiburones. «Estábamos rodeados por ellos, a veces uno de ellos se quedaba frente a la balsa, mirándonos, porque le habíamos dado con los remos en la nariz», explica el atleta. Durante los días en los que estuvieron perdidos en el mar, el norteamericano convenció a sus compañeros para cantar canciones y hacer todo tipo de juegos con el objetivo de mantenerse cuerdos y entretenerse.
Así hasta el día 27 después del accidente, momento en que recibieron una visita que les sorprendió? para mal. «A los 27 días vimos un avión. Miramos hacia arriba y vimos una mota. Rápidamente usamos dos bengalas y empezamos a hacer señas con espejos. Pero [?] cuando regresó nos disparó con fuego de ametralladora. Yo pensé: ?Esos idiotas piensan que somos japoneses?, pero luego vi el sol naciente en el fuselaje, resultó ser un bombardero japonés que nos disparó durante 45 minutos», añade Zamperini. Instantáneamente, el atleta se lanzó al agua prefiriendo arriesgarse a morir de una dentellada de tiburón que por un balazo nipón.
A pesar de que la mala puntería de los japoneses les permitió librarse de una muerte segura (pues, según parece, los nipones se cansaron de hacer tiro al naufrago y se retiraron), seis días después la tragedia volvió a cebarse con el grupo cuando falleció McNamara. En palabras de Zamperini, al ver que no tenía pulso se limitaron a dejarle tranquilamente en el mar y ?tras elogiarle brevemente- guardar silencio mientras el agua se llevaba su cadáver.

Prisioneros de los japoneses

El paso de los días y la tristeza por haber visto morir a un compañero casi llevó a los dos soldados a la desesperación. Sin embargo, el día 47 después del accidente apareció en la lejanía una playa. Parecía que la suerte les sonreía al fin pues, tras recorrer más de 3.000 kilómetros en su pequeña barca, arribaron a las islas Marshall. Estaban salvados.
La mala noticia fue que este territorio pertenecía a los japoneses, quienes, a pesar de que les dieron agua y comida, no tardaron en llevar a los dos americanos al campo de concentración de Kwajalein (una de las regiones cercanas).
Allí, nuestro protagonista fue confinado en una habitación minúscula de un edificio de detención donde recibió paliza tras paliza y tuvo que comerplatos de arroz llenos de insectos. A su vez, en ese tiempo fue utilizado como conejillo de indias por un doctor nipón que se divertía probando en él multitud de sustancias extrañas. Sus experimentos, según afirma Zamperini, solo se detenían cuando el prisionero se desmayaba del mismo dolor.
Más de un mes después de ser detenidos, fueron trasladados al campo de concentración de Ofuna (en Japón), donde pasaron lo que restaba de Segunda Guerra Mundial. Allí fue donde Zamperini conoció a Mutsuhiro Watanabe (más conocido como «El pájaro») un sádico guardia que, cuando se enteró de su pasado como atleta internacional, le vejó y maltrató hasta la extenuación.
Entre las torturas más crueles, este japonés obligó a Zamperini a sujetar con los brazos extendidos por encima de su cabeza un gigantesco troncodurante más de 37 minutos. Todo ello, para darle al final un terrible puñetazo en el estómago y dejar que el madero cayera sobre la cabeza del reo.
Por suerte, cuando los japoneses se rindieron Zamperini volvió a los Estados Unidos. Con todo, le costó recuperar su existencia normal ya que, aunque se casó, sufrió de un severo estrés postraumático finalizada la contienda. A su vez, se dio al alcohol durante algunos años cuando vio que los maltratos que había recibido su cuerpo no le permitían prepararse para las siguientes olimpiadas. Finalmente, falleció el pasado 2 de julio de 2104 debido a una neumonía. Aunque eso sí, siempre pudo presumir de haber sido verdaderamente «invencible»
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