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domingo, 2 de noviembre de 2014

Corrupción

Juan Manuel de Prada

LA OPINIÓN DEJuan Manuel de Prada


Día 02/11/2014 - 06.39h
EL error fundamental de Rajoy (como el de Narváez, denunciado por Donoso Cortés en un célebre discurso parlamentario) ha sido fundar su título de gloria en la satisfacción de intereses materiales. Rajoy, como tantos otros antes, olvidó que «el orden verdadero se halla en la unión de las inteligencias en lo que es verdad, en la unión de las voluntades en los que es honesto, en la unión de los espíritus en lo que es justo»; y trató de fundar su éxito en una presunta recuperación económica, olvidando la montaña de injusticias que claman al cielo sobre las que dicha recuperación se pretendía alcanzar, empezando por el homicidio del inocente (aborto) y terminando por la retención injusta del jornal del trabajador. Nos recordaba Donoso que todo intento de satisfacer los intereses materiales, cuando no se funda sobre el respeto a los bienes morales y eternos, acaba dando frutos de muerte. Y, allá donde los intereses materiales se imponen, la corrupción acaba convirtiéndose en una gangrena omnipresente.
Ya san Agustín nos lo advertía en La ciudad de Dios: «Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten, sino en bandas de ladrones?». Despojados de su misión primordial, que es la defensa de los bienes morales, y dedicados obsesivamente en la satisfacción de intereses materiales, es natural que en las oligarquías políticas afloren las ambiciones impacientes y la avidez de riquezas. El régimen partitocrático, por lo demás, no es otra cosa sino un método (hemos de reconocer que bastante eficaz, a la vista de los resultados) para organizar tales ambiciones; pues la máxima preocupación de sus oligarquías no es otra sino asegurarse la fidelidad lacayuna de aquellas personas a las que reclutan, bien seleccionándolas entre los mediocres, bien repartiéndoles mamandurrias que garanticen su sumisión. La consecuencia, en ambos casos, es la corrupción moral e intelectual de la política. Y, mientras ve crecer la corrupción de la política, el pueblo se deja anegar primero por el escepticismo moral y luego por la amoralidad rampante; proceso que en nuestra época se ha acelerado mediante la expansión de los derechos de bragueta y otras formas de permisividad disoluta. Ahora ese pueblo que previamente se ha dejado despojar de sus bienes morales (sobornado por los derechos de bragueta que le prometían todos los goces) rabia porque contempla el despojo de sus bienes materiales; y su rabia es la de una alimaña que clama venganza porque ya no puede clamar justicia, porque ha dejado de creer en la justicia, porque previamente le enseñaron que la misión de un gobierno no era lograr la justicia, sino satisfacer intereses materiales.
En una política huérfana de la virtud de la justicia la corrupción no sirve sino para que las diversas facciones (o bandas de ladrones, en lenguaje agustiniano) se echen la culpa unas a otras, alimentando la demogresca; para debilitar a los gobiernos, que son sustituidos por otros igualmente corruptos; y para arbitrar medidas aspaventeras y puritanas de probada ineficacia, puesto que se fundan en el más característico error moderno, que es la negación del pecado original. El único modo de combatir la corrupción consiste en restablecer un orden justo que restituya a la sociedad los bienes morales y eternos que le han sido arrebatados; pero esto no lo harán nuestras oligarquías, obsesionadas en halagar los intereses materiales de sus votantes. Con razón decía Donoso que «el principio electivo es cosa tan corruptora que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas».
Huelga añadir que la salida natural de una sociedad gangrenada es la revolución.

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