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miércoles, 15 de octubre de 2014

El legado de Trujillo


Por Miguel Guerrero. 16 de octubre de 2014 - 12:10 am -
Creer que puedan defenderse valores reivindicables en una tiranía como aquella, es una ofensa a la conciencia de los hombres y mujeres libres de esta o cualquier otra nación. El único momento realmente grande de esa época fue la noche en que lo mataron.
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Miguel Guerrero

Periodista, investigador histórico y conductor de programas de televisión. Premio Nacional de Historia.
La prolongada tiranía  de Trujillo, que alguna gente entre nosotros  todavía añora, representó un enorme retroceso en todos los aspectos de la vida nacional. El país sufrió con Trujillo un atraso de treinta años, que nos ha costado recuperar. Aún vivimos el nefasto legado de esa larga y oscura sombra de nuestra historia. La triste herencia del trujillismo está todavía patente en casi todos los rasgos del acontecer cotidiano dominicano. El autoritarismo y la intolerancia que caracterizan ciertos comportamientos nacionales, en la política como en la esfera privada, son elementos importantes de ese legado histórico.
Trujillo representó una etapa en la vida del país  imposible de reivindicar, a despecho de lo que pretenden entre nosotros muchos panegiristas de ese régimen con influencia todavía en nuestro quehacer político, y gente que trata por ese medio de justificar sus propios errores y claudicaciones pasados. En ocasión de una conferencia en el exterior, alguien del público me preguntó cómo podría definirse la personalidad de Trujillo. Mi respuesta fue que en el país personas que le sirvieron han tratado de crear una imagen paternal de ese odioso personaje. Trujillo fue un tirano sanguinario y corrupto, que actuó siempre con mano impiadosa contra todo asomo de oposición. Fue un hombre incapaz de inspirar sentimientos nobles o grandes empresas nacionales, que no fueran aquellas concebidas para su propio beneficio personal. Era un megalómano que disfrutaba con la humillación de amigos y adversarios. Una personalidad torcida en todo el sentido de la palabra.
En él, a diferencia de otros tiranos de su época, los únicos métodos válidos de interpretación de la realidad, fuera política, social o económica, eran la represión y la intimidación, en cuya aplicación se le reconoció siempre verdadero virtuosismo y crueldad incomparable.
Con respecto a los colaboradores de la tiranía trujillista y sus aportes al país, se ha orquestado toda una leyenda intentando justificar la sumisión que siempre existió a su alrededor, en la pretensión de que muchas de sus obras fueron positivas. Hay que reconocer que los propulsores de esa fórmula  de evaluación histórica han tenido un éxito relativo. Nada más hay que ver cómo jóvenes que sin la menor idea del terror imperante en esa etapa funesta de la República, se hacen eco de aquellas voces irresponsables que se atreven a señalar que entonces se estaba mejor que ahora. Peregrina afirmación basada en el desorden que ha caracterizado la vida nacional después de su muerte y que es herencia viva de aquel régimen de oprobio.
Existe entre nosotros la tendencia a valorar la tiranía de Trujillo única y principalmente sobre la base de sus realizaciones materiales. Estos parámetros de medición son inadecuados y no permiten un enjuiciamiento correcto de la fase que vivió el país en el interregno 1930-1961. Anteponer a la libertad y al desarrollo social y económico, la construcción de unas cuantas carreteras, por importantes que éstas hayan sido, o la edificación de hospitales y escuelas, mercados y locales del Partido Dominicano, es un absurdo intento de justificar la supresión de los derechos ciudadanos y las más crueles formas de tortura y represión que existieron en aquella época.
Los que así piensan se inscriben en la peor escuela del fatalismo político, aquella que  renuncia totalmente a la libertad por entender que ella es incompatible con el desarrollo y el bienestar colectivo. Otros sustentan esa idea movidos por un resorte del subconsciente que los ayuda a cargar el peso de la responsabilidad histórica que sus propias actuaciones del pasado arrojaron sobre sus hombros.
Fueron muchas las causas de la caída de Trujillo: la degeneración del régimen, la degradación moral del tirano y el hastío que el estancamiento social y la férrea represión fomentaron en la sociedad. Sin embargo, se pueden apuntar dos hechos sobresalientes. Primero el intento de asesinato del presidente Betancourt, de Venezuela, en junio de 1960, que provocó el aislamiento total del régimen, y el todavía más grotesco asesinato de las hermanas Mirabal, a finales de noviembre de ese mismo año.
Este último  acontecimiento rompió los débiles lazos que todavía unían a Trujillo con importantes sectores de la sociedad dominicana. Naturalmente, estos dos hechos fueron secuela de las expediciones de junio de 1959, que marcaron el principio del fin de la etapa de sombras que oscureció a la nación por más de treinta años.
Glorificar a Trujillo es  una osadía y una imperdonable justificación de la tiranía. Es cierto que los gobiernos después de su muerte no han llenado las expectativas nacionales. Y que aún no existe en el país un estado de derecho propio de una democracia. Pero ese y otros vacíos de nuestra vida institucional no son más que el legado que la misma tiranía de Trujillo nos dejara. Nuestro pobre concepto de la justicia, las arcaicas estructuras del sistema educativo, por más que los maestros de entonces fueran mejores que los de ahora, y todas aquellas otras fallas del quehacer democrático nacional son fruto de aquella era. Incluso, el desorden generalizado que se observa en todas las facetas de la vida nacional, es resultado de un miedo oculto al orden regimentado que Trujillo impuso.
Creer que puedan defenderse valores reivindicables en una tiranía como aquella, es una ofensa a la conciencia de los hombres y mujeres libres de esta o cualquier otra nación. El único momento realmente grande de esa época fue la noche en que lo mataron.

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